Los Domingos en casa
LOS DOMINGOS EN CASA
No era importante la estación para tomar la decisión de comerlas. No importaba si era el verano hirviente o el gélido invierno el que acariciara la casa de mi infancia, para que mamá amasara las empanadas de La Chacha según las habíamos bautizado familiarmente, por el parecido con el dibujo del Patoruzito.
Quizás el frío, era más favorable, porque aceleraba el endurecimiento del picadillo, que mi madre me enviaba a revolver. Llevábamos la sartén al patio, para colocarla arriba de un lavarropas, que estaba en la lavandería techada, y le dábamos la vuelta con una cuchara para que la grasa enfriara y el picadillo tomara su consistencia. Mamá amasaba sobre el fogón de la cocina, mesada de granito negro, más de un kilo de harina. Con grasa vacuna, y sus caricias especiales, la masa quedaba muy tierna, sabrosa y le otorgaban a sus empanadas muy grandes, un sabor tan típico
tan característico, que jamás mi mente podría borrar. Un picadillo, con el doble en proporción de las cebollas con respecto a la de carne picada, orégano, comino, grasa vacuna, sal, y mucho pimentón
eran el secreto. En el armado su repulgue era perfecto y no olvidaba de ponerle en su interior huevo duro; oportunidad que mi padre encontraba para recordarnos que en su Rosario natal, le ponían pasas de uva, mientras nuestros gestos eran de reprobación de solo imaginarlas. No nos gustaban los cambios en las empanadas riquísimas de mamá.
Mi padre se ofrecía como Maestro de pala
pues se encargaba de caldear el horno de la cocina y de retirar los productos dorados y crocantes, listos para consumir mientras mi hermano y yo, nos saboreábamos felices y ansiosos con el aroma reinante en la cocina. La mesa ya puesta, con mantel colorido y el vino tinto de papá, tenía como centro, una fuente grande de vidrio Pyrex, repleta de doradas y vistosas empanadas gigantes que comíamos mientras enumerábamos a modo de juego. Voy por la doce, decía mi hermano tan glotón. Mi madre nos refería que era de su incomprensión, cómo podríamos comer tanto sin engordar, pues nos caracterizaba una delgadez no coincidente con semejantes atracones. Hasta que exclamaba en la alegre mesa dominguera:-¡Me parece que la comida
a ustedes, se les va hacia los pelos! Creo que el gran secreto que esas empanadas tan recordadas hoy, ya sin mi padre ni mi hermano - pero segura de que ellos aprobarían desde el cielo mi apreciación- contenían el mejor condimento de su ternura
Un inmenso amor hacia su familia.
Renée Escape Mendoza
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